Sm 26, 2. 7-9. 12-13. 22-23
Sal 102, 1-2. 3-4. 8 y 10. 12-13
1Co 15,45-49
Lc 6,27-38
HOMILÍA
Hermanos: la liturgia de hoy nos pone de cara al amor que Dios nos profesa como a hijos/as suyos que somos en su Hijo Jesús. ¡Claro que puede sorprendernos la exigencia que Jesús plantea en el evangelio a sus discípulos! Nos pondremos a la defensiva, aduciendo que nos parece difícil de cumplir. Pero ¿podemos quedarnos ahí? Como es difícil, me quedo donde estoy. No parece una respuesta acorde con lo que Jesús espera de sus discípulos: de ti, de mí. ¿Podríamos tratar de despejar las dificultades acercándonos a las experiencias que nos brindan las lecturas que hemos proclamado?
¡Elocuente la actuación de David! El rey Saúl lo busca para quitarlo de en medio, porque su fama va camino de eclipsarlo, y, mal aconsejado por sus cercanos, y presa de su envidia, persigue a David. Pero es David quien lo tiene al alcance de su espada, y podría acabar con él, incluso pensando que es Dios quien lo pone en sus manos (como lo hace su compañero Abisaí). Sin embargo, David va más allá de la mera mirada humana y del primer impulso: ve en Saúl no a un enemigo que hay que eliminar, sino al ungido de Dios que hay que respetar...
Una breve reflexión, hermanos. ¿Qué nos falta a nosotros para saber respetar al prójimo, y llegar incluso —como nos lo pide Jesús en el evangelio— a amar al enemigo? ¿No será esta mirada de fe lo que nos falta? Sin ella, la propuesta de Jesús, a pesar del ejemplo de David, hombre de guerra, no lo olvidemos, nos parecerá naturalmente imposible.
Pero Jesús se lo pide a sus discípulos. ¿Puede pedirnos imposibles? ¿Podemos justificarnos aduciendo la dificultad de poner en práctica su propuesta, o trataremos de ahondar en ella, y en las posibilidades que tenemos de agradar a Jesús y comportarnos como hijos/as que hacen realidad en su vida cotidiana el amor que disfrutan del Padre?
En el lenguaje de Pablo, somos aún hombres terrenos, pero camino de celestiales; esto es: nos comportamos como terrenos, pero va apareciendo en nosotros la imagen del hombre celestial. Vamos, pues, a potenciar sus manifestaciones. Para ello hará falta creer en la resurrección, y que este cuerpo terreno, corruptible, está llamado a transformarse en resucitado, incorruptible, celestial.
Nos acompaña también el ejemplo de David, y la oración que hemos hecho en el salmo nos estimula, pues, aunque seamos pecadores, podemos alabar a Dios: él perdona nuestra culpa, con paciencia, misericordia y amor.
Lo que podemos ver en juego en estos momentos es precisamente nuestro seguimiento a Jesús. Sigámosle, seamos sus discípulos, porque en él, mediante la fe, somos hijos/as de Dios; en él experimentamos el amor misericordioso del Padre; en él estamos siendo conducidos a su humanidad resucitada... Disfrutemos de todo ello en la oración; y todas las dificultades que se nos presentan, y que son reales, nada ficticias, se irán desvaneciendo.
Asumamos que Jesús no nos pide imposibles. Que lo que nos hace falta es experimentar en nosotros mismos el amor misericordioso del Padre. Y la respuesta se objetivará en el respeto al hermano, evitando toda murmuración y todo juicio, llegando incluso al amor al enemigo.
Es nuestra aportación al mundo, no lo olvidemos, ni nos refugiemos en la dificultad que entraña. Es la genuina aportación de Jesús: amar al enemigo. Confiemos en él, y pidámosle que, con él por delante, seamos capaces de ir caminando en la realización de su propuesta. Queremos manifestar en nuestra vida diaria el amor misericordioso, incondicional, que Dios derrama sobre todos sus hijos/as.
Que la Cuaresma que pronto iniciaremos sea un tiempo propicio para buscarle a Dios y llevarlo a nuestra vida diaria.
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