contra el Hambre en el Mundo
Jr 17, 5-8
1Co 15, 12.16-20
Lc 6, 17.20-26
HOMILÍA
Hermanos: hace ya algún tiempo que, al llegar al segundo domingo de febrero sentimos la llamada de la Organización «Manos Unidas» para colaborar en la Campaña contra el hombre en el mundo. Esta acción que un grupo de mujeres de Acción Católica pusieron en marcha (en el año 1960) como compromiso de su ser cristiano llega hoy en día, al cabo de unos años, a mover miles de millones de euros y llevar a cabo más de mil proyectos al año en el Tercer Mundo. La colecta que se realiza en este día viene a ser la más generosa de todo el año, también entre nosotros.
Pero ¿es suficiente? Y no lo digo porque se quejen los que sufren y padecen en el Tercer Mundo, sino porque nos damos cuenta de que este gesto de solidaridad, aunque puede honrarnos, denuncia al mismo tiempo nuestra vida asentada en el consumo, la explotación el desarrollo insostenible, y todo ello, en gran medida, a costa de los pueblos del Sur, infradesarrollados o del Tercer Mundo. ¿No podríamos iluminar esta situación desde la luz que nos ofrecen las lecturas de este VI domingo del Tiempo Ordinario?
La diatriba contra los idólatras que hemos escuchado en la primera lectura es bastante común en los profetas, que tratan de corregir la tendencia del Pueblo de Dios a contaminarse con los usos y costumbres de los pueblos que les circundan, lo cual le acarrea al pueblo división, relajación en sus costumbres y la propia destrucción. Su diatriba será recogida también, a modo de oración, en el salmo. Y así la rezarán los fieles.
Pero es que, en nuestros días, vemos que también entre nosotros se está haciendo realidad lo que denuncia el profeta; basta con oír a los científicos y a los ecologistas, para darnos cuenta, sin alarmismos, de que el calentamiento del planeta (fruto de nuestra alocada carrera de consumo y explotación en gran parte) nos está llevando a sufrir desde tremendas inundaciones y sequías que producen hambruna en vastas regiones, hasta la propia destrucción del planeta: hay científicos que auguran que, a final de siglo, los 6000 millones de habitantes que hoy habitan el planeta se convertirán en 500 millones, y habitando la Antártida. ¡Aterrador! ¿Es éste el Planeta que queremos para nuestros hijos y nietos?
El Dios que nos revela Jesús de Nazaret es el Dios del amor, de la solidaridad, del respeto: es el Dios Creador y Padre. En su nombre no podemos hacer que se desboque el caballo del desarrollo insostenible, ni oprimir con la Deuda Impagable a los países subdesarrollados, ni contentarnos con detalles de solidaridad con los que mueren de hambre. El Dios que adoramos nos exige amor al que sufre, y también respeto a la Creación... Y hemos de confesar que, como Israel, también nosotros adoramos, por si acaso a otros dioses, y ello nos está llevando a la destrucción.
¡No será para tanto!, dirán los recalcitrantes que pueden disfrutar del consumo y del derroche, pidiendo para ello salud y ayuda a Dios. Pero, si escuchamos la voz del profeta, a la que, sin alarmismos se suma Jesús, en cuya boca Lucas pone las malaventuranzas, y queremos ser verdaderamente generosos, podríamos pasar a limitar nuestro consumo (cosa que está al alcance de cualquiera), practicar la moderación y la sobriedad, y materializar nuestra solidaridad con los países de Tercer Mundo sin ofenderles.
Escuchémosle a Pablo: «Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados». ¿No es verdad que nos cuesta elevar la cabeza, porque topar con Dios compromete? ¡La fe es una fuerza revolucionaria! Y nos lo han demostrado las mujeres de Acción Católica que hoy pueden mostrarnos, con lícito orgullo, que, desde el compromiso cristiano pueden mover los dineros que mueven y llevar a cabo los proyectos que llevan a cabo, pero que, a pesar de todo no significan más que un detalle de lo que somos capaces de hacer con un Dios al que nos entreguemos con generosidad.
Descubramos en los ayes de Jesús no una amenaza sino la descripción de la cruda realidad que vivimos: no sonreímos más, ni somos más felices, ni más humanos, ni más hermanos porque disfrutamos de más bienes y riquezas. Somos conscientes de ello aunque no queramos desprendernos de lo que disfrutamos. Y no hace falta ser mártir o bicho raro para ponerlo en práctica. Hace falta acercarse con sinceridad a Dios, a escuchar su palabra, a iluminar desde ella nuestra vida y nuestros hábitos; que ello nos lleve a moderar el consumo, a ser sobrios, a colaborar en las tareas ecológicas, de reciclage, y a apoyarnos mutuamente en el cometido.
¿Podríamos fijarnos en nuestra memoria la imagen que nos ha propuesto el profeta?: «Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza. Será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto».
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