Sal 138
1Cor 15, 1-11
Lc 5, 1-11
HOMILÍA
Hermanos: ¿os acordáis del evangelio del domingo pasado? Los paisanos de Jesús lo expulsan de la Sinagoga y lo quieren despeñar al barranco: tenían bastante con su sinagoga, sus cumplimientos legales, sus normas...; Jesús les sobraba, porque no tenía ningún aval...: el hijo del carpintero.
La liturgia de hoy nos ha presentado la otra cara de la moneda: puede haber otras actitudes, tanto ante Jesús como ante Dios. ¿Podría enseñarnos algo esta liturgia y movernos a responder con generosidad a Dios? Acerquémonos a las lecturas en actitud de oración; esto es: tratando de encontrarnos con Dios.
De esa manera casi coincidimos con el personaje que nos ha presentado la primera lectura. Isaías, en medio de la parafernalia litúrgica, siente que Dios le llama. La segunda lectura, por el contrario, nos presenta la llamada que recibe, y a la que responde generosamente, Pablo. ¡Qué circunstancias tan diferentes! Pablo estaba persiguiendo a los seguidores de Jesús para llevarlos ante la autoridad que los castigara. Y el evangelio nos ha presentado la llamada que hace Jesús a Pedro y sus compañeros. Las circunstancias son otras: en plena faena, en pleno trabajo, en las circunstancias más normales son llamados... Y la respuesta final, en los tres casos es manifestar la disponibilidad: mándame a mí...; dejando las redes, lo siguieron.
Hermanos, Dios nos llama, y no se cansa de llamarnos. Y lo hace en cualquier circunstancia. Y nos llama a cada uno de nosotros. ¿O pensamos que sólo llama a unos, a los que valen? Dios llama a todos, porque todos somos sus hijos, y a todos nos quiere hacer partícipes de colaborar en la construcción de su reino, que expulsa los demonios del mal, el odio, la enfermedad, la pobreza...
¿Qué sientes al oír esto? ¿Verdad que apenas te puedes creer que Dios te llame a ti, personalmente? ¿Que Dios me llama a mí? —dirás. La verdad es que también les pasa eso a Isaías y a Pedro... ¡Ay de mí! —decía Isaías—. Yo, un hombre de labios impuros... Pero eso no le importa a Dios, que transformará sus labios impuros en labios que pronuncien las palabras que le dicte. Sólo se le pedirá disponibilidad: ¿A quién mandaré; quién ira por mí. Aquí estoy; mándame.
También Pedro, sobrecogido por el signo de aquella redada de peces, trata de manifestar su incapacidad, su desmerecimiento, su falta de idoneidad: ¡Apártate de mí, que soy un pecador! Pero su disponibilidad le convertirá en pescador de hombres.
Asimismo, Pablo, que cambia radicalmente de orientación, es feliz de que la gracia de Dios en él no haya caído en saco roto. No se atribuye a sí mismo el éxito, sino que se lo atribuye a la gracia de Dios que él ha dejado que actúe en él.
¿Verdad que el meditar estas lecturas nos llevaría a cambiar de modo de acercarnos a Dios? Nos llevaría a dar el salto desde la Sinagoga de Nazaret al encuentro vocacional con Jesús. De dirigirnos a Dios a pedirle por, nos acercaría a escucharle para. También a nosotros nos abruman las dificultades tanto personales como circunstanciales, y preferiríamos seguir en nuestra sinagoga de nazaret...
Pero si somos capaces de escuchar la invitación de Jesús y de confiar en él, y de dejar que su gracia actúe en mí, en cada uno de nosotros, y somos capaces de compartir nuestra vocación, ¿no os parece que iríamos construyendo ese reino de Dios que se iría notando en nuestra parroquia, en nuestras casas, en nuestro pueblo, en nuestras relaciones...?
¿Qué necesitamos para responder con generosidad a ese Dios que nos llama a colaborar en la tarea de la salvación?
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